Gobernar sin poder
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En la erande la desconfianza, el poder ya no se ejerce imponiendo, sino persuadiendo.nGobernar dejó de ser un acto de autoridad para convertirse en una prueba denlegitimidad.
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DecíanPorfirio Díaz que era más difícil gobernar a los mexicanos que arrearnguajolotes a caballo. La frase, más que un chiste histórico, encierra unanverdad incómoda: gobernar siempre ha sido una tarea ingrata, pero en estosntiempos parece un acto casi heroico. Lo es no solo por la magnitud de losnproblemas, sino también por la fragilidad de las virtudes públicas y la fuerzande los vicios privados. Gobiernos van y vienen, pero el desafío de ejercer elnpoder con legitimidad, eficacia y sentido moral sigue siendo el mismo, aunquenhoy se presente bajo nuevas máscaras.
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Gobernar senha vuelto más difícil porque los tiempos cambiaron y muchos gobernantes no lonentendieron. El poder dejó de ser vertical, absoluto o incontestable. Ya nonbasta con mandar ni con imponer; ahora hay que persuadir, negociar y construirnacuerdos. En la democracia, el poder es un tejido de equilibrios y quien nonsabe hilarlo termina enredado en él. No se gobierna desde el escritorio ni conndecretos; se gobierna escuchando, dialogando, compartiendo la responsabilidadncon una sociedad que exige, observa, critica y, cada vez más, desconfía.
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Durantendécadas se creyó que la democracia sería la respuesta a todos los males. Que,nal abrir las puertas a la participación ciudadana, el bienestar llegaría pornañadidura. Sin embargo, el paso de los años demostró que el voto no garantizansabiduría ni virtud. Las instituciones se fortalecieron, pero el liderazgo sendebilitó. La globalización y la revolución tecnológica prometieron progreso,npero también trajeron incertidumbre, desigualdad y una velocidad que losngobiernos aún no saben manejar. Gobernar en este mundo hiperconectado implicanenfrentar crisis simultáneas: sociales, económicas, ambientales y emocionales.
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Y mientrasnel entorno se complica, los vicios internos del poder no desaparecen: lansoberbia, la simulación, la corrupción, la omisión. No hay crisis global quenjustifique la falta de carácter. Gobernar mal no siempre es culpa de factoresnexternos; muchas veces es el resultado de la distancia entre la vocación denservir y el deseo de conservar el poder. Esa distancia se nota, se siente y senpaga. Porque la gente ya no se conforma con promesas: exige resultados,ntransparencia y empatía.
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Hoy, másnque nunca, gobernar implica navegar entre la presión de los intereses y lanimpaciencia de la ciudadanía. Cada decisión se analiza, comparte, debate ynjuzga en tiempo real. Cualquier error se amplifica, cualquier acierto senrelativiza. La autoridad se ha vuelto un bien escaso, y el liderazgo, un artenque requiere más inteligencia emocional que poder político. La gobernabilidadnno depende solo de las leyes, sino también de la confianza. Y la confianza, unanvez perdida, es casi imposible de recuperar.
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Por esongobernar es tan difícil. Porque implica ejercer el poder sin perder lanhumanidad; dirigir sin imponer; decidir sin romper los puentes con la gente.nPorque la autoridad no se impone, se construye; y el respeto no se decreta, sengana. Gobernar no es mandar: es convencer. No es resistir las tormentas, sinonmantener el rumbo aun cuando todo parezca naufragar. Gobernar, en el fondo, esnun acto de equilibrio entre la razón y la humildad, entre la firmeza y lanempatía, entre el deber y el miedo.
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Y quizá ahínestá la respuesta a la pregunta inicial: es tan difícil gobernar porquenrequiere algo que pocos están dispuestos a entregar por completo —su ego—.nGobernar de verdad exige renunciar a la ilusión del poder total y aceptar quenel liderazgo, en estos tiempos, no consiste en tener la última palabra, sino ennsaber escuchar la primera.
